Todos somos todos

El juego de signos al que nos aboca la imagen fotográfica nos hace partícipes de ella. Esta obligada colaboración provoca una doble reacción: identificación y alejamiento. Nos sentimos pieza de ese juego que nos fija en el tiempo, que nos muestra lo que ya no somos, pero que, a la vez, nos permite reconocernos.    

Siempre, la fotografía que nos representa, nos resulta inmediatamente perturbadora.

El paso del tiempo en nosotros, en lo que somos, lo que ya no somos, genera una nostalgia trágica. La mirada de los que ni siquiera conocimos y que se nos muestran con la viveza del momento. La visión del deterioro, de la aproximación al vacío, nos remite atávicamente a un miedo primigenio.

 

Por otro lado, la dulce piel, la mirada cristalina, la fortaleza natural y la inteligencia imperturbable de la juventud nos redime del sufrimiento del irremisible transcurrir de un tiempo que se adueña de nosotros.

 

El grupo familiar, natural y artificial a la vez, nos conforma como un todo que nos une y nos separa, en una elástica relación de acercamiento y distanciamiento imposible de romper. La imagen del desconocido nos remite a un nosotros común que se atisba en una distancia futura.

 

Pasado y futuro, piezas de un siempre inquietante presente, donde, ajeno a nuestra voluntad, todos somos todos